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"Dentro del campo de la arquitectura y el urbanismo, las luchas por el derecho a la vivienda digna y adecuada y el derecho a la ciudad y a la arquitectura han hecho surgir alternativas innovadoras que parten de la sociedad civil organizada y que, en muchos casos, encuentran su respuesta en formas de uso, apropiación y gestión común."
El momento actual de pandemia nos obliga a repensar muchas cosas, entre ellas nuestras formas de producir, gestionar y habitar el espacio. En estos tiempos resulta necesario poner en el centro de la agenda pública la cuestión de lo común y su relación con lo público. La expresión espacial de lo común está íntimamente ligada con los espacios de producción, gestión y uso colectivo (colaborativo, compartido y comunitario) fundamentales para resolver los usos que hacen a la vida cotidiana de sus habitantes.
La noción de
co-lugar está estrechamente ligada con la forma en que lo común se expresa en
el espacio. Lo común es entendido como alternativa política para el siglo XXI,
donde se reivindican formas de apropiación común por sobre las apropiaciones
privadas y estatales o públicas. Dentro del campo de la arquitectura y el
urbanismo, las luchas por el derecho a la vivienda digna y adecuada y el derecho
a la ciudad y a la arquitectura han hecho surgir alternativas innovadoras que
parten de la sociedad civil organizada y que, en muchos casos, encuentran su
respuesta en formas de uso, apropiación y gestión común. Lo común es
entendido como aquello inapropiable en un sentido absoluto, aquello que nadie
en concreto puede monopolizar o patrimonializar. Lo común no tiene más
remedio que emerger como el producto resultante de unas acciones o prácticas
emprendidas en común; por lo tanto, no es un punto de partida, sino una
construcción colectiva, un work in
progress, que en cada momento debe ser co-producido, permitiendo incluir la
posibilidad de ser redefinido o re-decidido.
El co-lugar es un
nuevo tipo de espacio asociado con la vida en común y fraternal. Dentro de cada
uno de los co-lugares los usuarios y usuarias son considerados pares e iguales
en términos de derechos y obligaciones, más allá de las diferencias que puedan
existir respecto al tipo de vivienda, a la ubicación relativa dentro del entorno
habitable considerado, a los metros cuadrados de propiedad privada, etc. En
este sentido, podemos decir que el tipo de relación social establecida entre
los usuarios y usuarias dentro de los co-lugares tiende hacia la fraternidad,
hermandad o sororidad. Esto implica, en primera instancia, el establecimiento
de relaciones sociales horizontales, donde no existe un “padre” que imponga
autoridad y/o se coloque por encima de la relación entre pares.
Hablar de
fraternidad y de co-lugar implica asumir a la sociedad y al individuo como
relación. La categoría política de fraternidad y la categoría espacial de
co-lugar hacen explícita la tensión permanente entre sociedad e individuo. En
esa tensión, que implica el intercambio social, aparece la exposición de uno
mismo ante los otros. En este sentido, si incorporamos la perspectiva de la
fraternidad, la solución ante esta tensión permanente es superar la
contraposición entre el interés propio y el interés común. En términos
espaciales, y llevado a la categoría de co-lugar, supone superar la dicotomía
entre espacio privado y espacio público, en un intento por integrarlos.
Lo común y el
co-lugar, como categorías, son entendidos como co-actividad más que como una
co-pertenencia, co-propiedad o co-posesión; una co-actividad que no cesa y se
renueva una y otra vez en virtud de la reciprocidad y del compromiso de sus
participantes. Entendemos que en las ciudades actuales no solo se ha producido
una pérdida de las relaciones sociales de convivencia comunitaria vinculadas
con la vida cotidiana, sino que al mismo tiempo existe una desconexión y falta
de interacción, tanto social como morfológica, y en muchos casos
institucional, entre la vivienda y la ciudad. En este sentido, reivindico la
autogestión como el modelo de acceso a la vivienda, al hábitat y a la
centralidad de las ciudades, puesto que se encuentra en estrecha consonancia
con la noción de co-lugar. La autogestión apuesta a la capacidad de agencia
de los individuos organizados colectivamente con presencia de lo
público-estatal, enriqueciendo el vínculo institucional. En tiempos como los
actuales, esos vínculos gestados durante procesos de organización colectiva
preparan a los actores para la solidaridad necesaria para afrontar la emergencia.
El co-lugar
permite la articulación entre el espacio privado y el espacio público. El
concepto de co-lugar está ligado al uso y a las apropiaciones que los
usuarios/as hacen de los espacios de frontera entre la vivienda y el entorno
urbano; al tipo de relaciones sociales establecidas, y a los sistemas
jurídico-económicos que dan acceso a la vivienda y que otorgan el marco
necesario para su gestación, y, por último, a la materialidad que implica el
hecho arquitectónico y urbano. El co-lugar queda definido a partir del
condicionamiento social y gestación del espacio co-habitable; de su diseño
arquitectónico, de su materialización y apropiación colectiva, y también de su
uso. Es así como estos tres momentos (o dimensiones) implican un proceso, y ese
proceso implica a su vez tiempo. El tiempo necesario para fijar, madurar y
procesar maneras de hacer y producir colectivas donde el conflicto y el
consenso encuentran su lugar.
Los co-lugares
son la oportunidad para repensar nuevos modos de co-habitar abiertos a la
experimentación, la co-participación y el reconocimiento del aporte de los
otros, entendiendo que las personas no solo demandamos bienes y servicios
(tanto dentro del espacio de la ciudad como dentro del de la vivienda), sino
que buscamos el reconocimiento como sujetos-parte de la historia colectiva,
como practicantes de ese proceso de toma de decisión sobre todo lo que afecte
a nuestras vidas.
Por María Elisa Rocca para la Fundación
Tejido Urbano